La hija del pocero
Astrid Bergés - Frisbey y Daniel Auteuil protagonizan este drama francés cargado de nostalgia y de hermosas imágenes
Esta versión de una película de 1940 es una visión idealizada de una Francia tradicional donde una muchacha embarazada y soltera era una deshonra para la familia.
Título oríginal: La fille du puisatier
País: Francia
Año: 2011
Director: Daniel Auteuil
Guion: Daniel Auteuil basado en la película de Marcel Pagnol
Actores: Daniel Auteuil,
Astrid Bergès-Frisbey, Nicolas Duvauchelle
Dirigida y protagonizada por Daniel Auteuil, esta película es un recorrido nostálgico por una Francia que hace tiempo desapareció y que ahora existe como una postal amarillenta y hermosa.
La dificultad de ir más allá de los elementos pintorescos tan encantadores, para encontrar algo vigente en medio de tanto sol, de tanto pasto florecido que se mece tranquilamente impulsado por el viento, no es poca. Y la música, toda violines nostálgicos, tampoco ayuda.
Sin embargo, hay algo que Auteuil sí encuentra, un germen de verdad en sus personajes, un destello de pasiones creíbles y represadas. Las encuentra en el personaje que él mismo interpreta, el pocero del título, que debe enfrentar la deshonra, en los albores de la Segunda Guerra, de encontrarse con que su adorada hija mayor, recién cumplidos los 18 años, está embarazada siendo soltera.
La hija (Astrid Bergès-Frisbey) es una muchacha de labios muy rojos y ojos muy brillantes pero con una invariable expresión de sorpresa que no parece poder controlar, se le sube a la cara haga falta o no, tenga sentido o no. Es muy bonita, sí, pero qué monotonía de expresión.
El culpable de la deshonra de la muchacha es el hijo del dueño de la tienda del pueblo (Nicolas Duvauchelle) que tiene una expresión igualmente monótona anidada en el rostro, solo que en su caso es de soberbia juguetona. Tiene el mismo problema que ella, la despliega haga falta o no, tenga sentido o no.
Pascal Amoretti, el personaje de Auteuil, es redondo y complejo, y hace quedar a estos jóvenes aún más como figuritas de cartulina. Su dilema es claro pero devastador: adora a su hija pero debe repudiarla por su pecado. Lo único que quiere es mirarla a los ojos, pero no puede por la indignación que le despierta toda la situación que, para este hombre que se define como “quizá no tan valiente, pero honrado”, resulta intolerable.
La Francia que muestra La hija del pocero es un país tradicionalista, católico, asolado por el pecado y por profundas divisiones de clase aunque con una extraña añoranza por la realeza (la muchacha, que vivió los primeros años en París y tiene un acento de ciudad, es llamada por su padre “una princesa” quien también considera al hijo del comerciante un “príncipe”). Ninguna de las tensiones raciales, culturales o religiosas del presente asoman aún su cabeza.
En cuanto a imágenes, es un mundo soleado que se muestra casi televisivamente, sin mayor imaginación visual o dramática, sin intuir los horrores que vendrían con la guerra. Tiene la placidez de un comercial de cereales especialmente nutritivo y benéfico para el organismo. Lo que la salva de un olvido total es el dilema de Amoretti y su paso entre el orgullo y la desolación, entre la desesperanza y la alegría.
La hija del pocero está basada en una cinta de Marcel Pagnol de 1940, que se estrenó cuando la ocupación alemana ya había empezado. En ese entonces era una despedida a un país que había dejado de existir; en esta segunda versión, que calca su guion y agrega color, esa Francia resulta aún más lejana y pintoresca.
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